Desde la más remota antigüedad, las civilizaciones han sobrevivido a la inexorabilidad del olvido a través de la palabra. Sobrevivimos al miedo, a la angustia, a la muerte, porque las letras nos permiten enfrentarnos a un mundo inconmensurable, acotando nuestro espacio físico y mental. Existimos y somos desde que existe la palabra.
El mundo puede ser cruel, dócil, triste, alegre, precioso… pero la único cierto es que la vida nos sobrevive y cada nueva generación tiene un trocito de nosotros. Lo que pervive, lo que perdura, lo que permanece, es el legado que entregamos a la humanidad. Es la garantía de que nuestra limitada existencia tiene repercusión en el mundo.
El mundo se acabará cuando ya no queden cosas por ser contadas. La palabra es la garante de la libertad, la garante de la justicia, la garante del conocimiento… pero sobre todo es la prueba de que existimos, de que estamos aquí, de que estamos viviendo. Es un hogar en un mundo desordenado, es un ancla en un mar embravecido, un modo de encontrar orden en un universo que necesita ser designado.
Nuestras vidas se han contado, se han cantado, versificado, teatralizado, novelado… Se han creado, inventado, recreado. Las hemos idealizado, las hemos engrandecido, las hemos ridiculizado incluso, pero nunca dejamos de narrarlas. La palabra sobrepasa la finitud y no hay mayor prueba de que, en la historia, siempre quedará una porción de nosotros gracias a lo que hemos dicho, a lo que hemos escrito, a lo que hemos contado.
Lo único que nos distingue de los animales es la palabra. Hagamos gala de ello. Vivamos, contemos, compartamos, dejemos por escrito la esencia de nuestra existencia porque, siempre, siempre, hay una historia que merece ser contada.
La literata
